En los sesenta segundos que preceden a la noche no hay mejor música que el
silencio de nuestras miradas.
Tus manos, divinos instrumentos que conocen la lectura de una voluntad que
con descaro me arrebatas, dejándome a merced de tus deseos.
Somos más que dos cuerpos desnudos en el claroscuro de la habitación; somos
dos amantes encontrándose entre besos con sabor a pecado y penitencia.
Somos siluetas en el ventanal...sin principio ni fin...somos sombras de una
misma soledad.
Bebiendo de ti, tratas de callar los gritos de tu piel en ebullición...te
escurres de mis labios, tibio y suculento.
Prisionera de tus manos...quedo indefensa...espalda contra la pared,
corrompida hasta de la conciencia, escribiendo a rasguños en el pergamino
de tu espalda, mientras, con descaro pierdes tu lengua en el paraíso
carnal por el que fuimos expulsados de la vida eterna.
Penetrándome hasta el alma, gobiernas la voluntad del terciopelo nevado de
mi cuerpo; lo derrites con la calidez de parafina de tu piel canela.
Hundiendo tu placer entre los pliegues de mi inocencia haces del tiempo un
instrumento fiel de tus deseos y pretendo seguir inmersa en aquellos lejanos
sesenta segundos…
Hace ya más de una semana en que respiro esos primeros sesenta segundos que
anunciaban aquella peculiar noche de luna sonriente. Sesenta segundos en donde
la conciencia comenzó a ser fiel a la pasión de nuestros deseos...sesenta
segundos de una música de miradas silenciosas...sesenta segundos que forman los
minutos de nuestra eternidad.