viernes, 23 de noviembre de 2012

La Doliente Ansiedad (parte 2)

Tan pronto como ella abandonó mi hogar, tuve tiempo suficiente para pensar en alguna forma de venganza; aún no podía comprender cómo el hombre que recitó culces versos al pie de mi ventana iluminado con el halo plateado de la luna, fuese el mismo que se burlaba de mi en complicidad con su esposa y que tuviese el descaro de tratar de desposarme.

Pasé un mes entero llorando, sufriendo, leyendo sus cartas.
No comía, la vida para mi había perdido todo sentido.
Enfermé, mi semblante asemejaba al de un cadáver en proceso de descomposición, día y noche vomitando el dolor de mi alma.
Hasta que con desventura descubrí que esperaba un hijo tuyo, fruto del amor que alguna vez juré tenerte.
Me llené de rabia, no quería nada tuyo, pero cuando retomé la razón, supe que ese bebé era el camino a la más dulce de las venganzas, pues no sabrías de mi embarazo. Para mi buena fortuna, volviste a tu país con tu esposa.

Sé que ella, hizo miserable cada uno de tus días. Lo que nunca supiste es que ella y yo decidimos continuar en comunicación, pues ambas eramos victimas del intenso calor de tus hormonas.
Ella supo antes que nadie de mi hijo, y es por ello que buscó desesperadamente quedar embarazada de tu hija Angela.

Alejandro nació el 20 de Octubre, era viernes, y el frío se desató aquella tarde en donde los dolores de parto me recordaban aquella tarde en donde robaste mi inocencia.
Recuerdo que esa tarde pasaste por mi a casa, despúes de mi clase de piano, le dijiste a mis padres que iriamos a cenar a la ciudad para celebrar nuestro compromiso.
Me llevaste a un hermoso restaurante, en donde ya nos esperaba una cena exquisita y vino para acompañar.
No sé cuantas copas habré tomado, pero el calor de la situación nos llevó a un cuarto de hotel en las afueras de la cuidad.
Tus besos eran tan cálidos que no podía pensar en otra cosa que en dejarme llevar por tus suaves manos que parecían tener la clave secreta de mi placer.
Beso a beso me fuiste desnudando, cariñosamente me tomaste entre tus brazos, hasta terminar recostados en el centro de la cama.
Fuiste cuidadoso, amoroso, al menos eso sentí; la inexperiencia no me da muchas opciones.
Lo que sé es que sentí amarte más que a mi propia vida. Me exitaba el simple hecho de escuchar tu respiración entrecortada, tu sudor cayendo delicadamente en mi vientre.
Fué el momento más perfecto del mundo.

Tener a Alejandro entre mis brazos, me hizo entender que no quería vengarme de ti, pues ya bastante tenía con no decirte de tu paternidad.
Debido a mi prematura maternidad, mis padres arreglaron casarme con Joaquín, un buen mozo que siempre estuvo enamorado de mi.
Tuvimos una pequeña ceremonia, antes de que mi embarazo pasara a ser el chisme de la cuadra.

No me quejo, con él he vivido los mejores años.

18 años tuvieron que pasar para que te volviera a encontrar, habías regresado para buscarme, pues te habías divorciado. Nadie supo darte razón de mi, ya que me había mudado a la ciudad a una casa más grande.
Fue esa tarde de invierno, mientras compraba regalos para Navidad en que tu rostro se asomó por aquél aparador. Mi corazón se detuvo; un intenso calor se apoderó de mi.
Nuestras miradas lo dijeron todo. No hablamos, sólo seguímos aquél primitivo instinto.

Te convertiste en mi amante. Todos los martes,jueves y sábados nos reuniamos en mi casa de campo.
Hacíamos el amor desenfrenadamente, hasta que el primer rayo de sol se colaba por las ventanas.

¿Quién diría que esa última noche, descubrirías que Alejandro era tu hijo?

Maldita tu curiosidad que te llevó a leer su certificado de nacimiento; hiciste las cuentas pertinentes y te diste cuenta del hecho.

Recuerdo la fuerte pelea que tuvimos.
Te bebiste todas las botellas de whisky que teníamos, y saliste enfurecido de la cabaña.

No me dirijiste la palabra en los días siguientes, hasta que Ana, tu ex mujer me llamó por teléfono para decirme que días atrás te habían encontrado inconsciente en tu habitación, un infarto dijeron los doctores.
Rápidamente fui a tu lado, te tomé de la mano. Abriste esos bellos ojos color avellana y me susurraste un "Te amo" para después morir con una sonrisa.

Aquí, frente a tu ataúd, tengo una ansiedad que duele, pues estoy despidiendo al gran amor de mi vida, pero no puedo llorar como lo hace mi alma; pues las apariencias deben ser guardadas.


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